La fuerza del voto

De entre las tantas situaciones negativas de la edad media, la del máximo poderío de la iglesia católica fue la de sepultar a la democracia griega —a la fuerza del voto para determinar las acciones de gobierno— y a semejanza de El Vaticano, hizo creer que los reyes recibían el mandato directamente de Dios.
En esa época, la soberanía popular, la opinión del individuo, era un sacrilegio similar al descubrimiento de Galileo Galilei: la tierra era redonda y no plana como lo aseguraba esa iglesia especuladora del pensamiento de Jesús, El Nazareno.
Con la Revolución Francesa y la realeza decapitada —en Mesoamérica, 250 años antes, Cuitláuac ya había apedreado en la cabeza, y desconocido, a la autoridad de su tío Moctezuma que había entregado en bandeja de oro el imperio azteca a Hernán Cortés—, el voto fue liberando a la voluntad popular.
A fines del siglo pasado, en Latinoamérica el sufragio empezó a contrarrestar a los golpes militaristas que vieron en todo acto democrático a un instrumento del comunismo, o en concepción del priismo de la “dictadura perfecta”: a una idea exótica, extranjerizante, dejando para la posteridad la matanza del “2 de Octubre” y la del “Jueves de Corpus”.
Pero el voto, en sí, no lo es todo. A nivel nacional, la decisión mayoritaria de 2000 se llevó un fiasco con la pareja presidencial y en Tabasco, en el 2006, aunque eliminó de la política a la camarilla madracista, está trata de resurgir.
Ahora, con el gran flujo de información, casi en tiempo real, si los elegidos no se retroalimentan de la voluntad popular, la fuerza del voto se devalúa aceleradamente hasta anularse, por ejemplo, antes del trienio en que se renueva la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión y de ahí que para permanecer en el poder los grupos que se han distanciado de las demandas sociales recurran a la propaganda sucia, aprovechando el vacío legal de la norma.